"Manzanas verdes"

Lola Botija.


Las manzanas son verdes porque pretenden camuflarse cuando, desfloradas, se precipitan a la rociada hierba. Son tontas. Podrían haber escogido otro color; podrían ser rosas y sembrar el árbol de tonos refulgentes, podrían ser de un morado intenso y tornarían en gotas otoñales los manzanos aun cuando la primavera asomase la cabeza. Incluso podrían ser negras para darle un halo misterioso a los árboles que las vieran crecer. Pero eligieron ser verdes, verdes como las hojas del árbol del que penden, verdes como la hierba que las ve morir. Son curiosas las manzanas, ese afán por pasar desapercibidas.

Victoria se acercaba todas las tardes al manzano para ver si alguna fruta pillina se había deslizado desde su madriguera en un intento por conocer un mundo que acabaría con ella. A las pintadas con un verde chillón las seleccionaba con escrúpulo y las guardaba juntas en una cesta de mimbre curtida por el paso de generación a generación, una reliquia. Consideraba a aquellas manzanas que habían caído dignas de sus compotas. Las introducía en el recipiente con mimo maternal y luego las limpiaba de polvo con un pañuelo de hilo blanco.


Al llegar a casa volvía a limpiarlas una a una, con cuidado, con cariño, con la monotonía de alguien que poco tiene que hacer a parte de dicha tarea. Las pelaba, las cortaba y las echaba a calentar para cocinar sus deliciosas compotas, que vendía por un módico precio que hacia engordar la pequeña cajita que, a modo de hucha, tenia encima de su repisa. Mas no era lo único que despachaba, pues elaboraba asimismo ricas mermeladas de arándanos, frambuesas y moras, dulces bizcochos que amenizaban esos rituales de café y merienda en los que las señoras de la alta sociedad despotrican sobre todo lo que se les pone por delante. De vez en cuando, más poco que mucho, hacia tartas para ocasiones especiales: cuando el acontecimiento lo requiere, cuando hay algo que celebrar, cuando la alegría o la aparente felicidad del momento lo demanda... Era entonces cuando verdaderamente se esmeraba, y el hojaldre se fundía con golosas piezas almibaradas rematadas por deliciosa nata de confería, dulces pecaminosos y tremendamente suaves al gusto.

Así Victoria se sustentaba, así Victoria vivía. En una modesta casa en medio de la nada, a una hora de camino del pueblo, en las faldas de la ladera que la vio crecer como maduran las manzanas, hasta volverse firmes, grades y lucidas. Su vida de joven transcurrió entre viajes en busca de frutas furtivas y fogones, no hubo. ¿Para qué? Lo cierto era que las frutas, aunque fascinantes, terminaron por tornarse en algo vacío, insípido e incluso incoloro.
Por eso Victoria cocinaba entre suspiros y silencios profundos, mediante movimientos mecánicos, oxidados. Se remangaba, se atusaba el delantal y batía con fuerza la nata hasta conseguir una pasta más que cremosa, removía con ansia sus mermeladas y amasaba el hojaldre con una fuerza irascible. La vida no podía ser tan perra con la comestible Victoria; sola, apenada, carcomida por el vació ajeno al destino que llamo a su puerta un buen día.
Aquella mañana de luz gritona, la joven Victoria, en uno de sus eternos paseos en busca de hierbas aromáticas, frutas, frutos secos e incluso flores con las que adornar su cabaña, escuchó un ruido extraño, un ruido nuevo. Repaso mentalmente todos los sonidos de animales que conocía y se asustó, pues no conocía ese sonido.
Se acercó con sigilo, al acecho como cazador a su presa, hasta el lugar donde emanaba el ruido. Fue entonces cuando lo reconoció. Era un sonido acuoso, claro, dulce como sus mermeladas y con la densidad de sus compotas. Era una risa. Una risa de bebe. Un bebe pequeño y regordete se retorcía en una cesta tan chica como la suya de las manzanas. A fuerza de sus pataleos, había hecho un gurruño con la manta que le cubría.
Recorrió el entorno con la mirada, pero no había ni rastro de alguien, ni un alma, sólo el rumor del aire en lucha con los árboles. Cogió entonces la cesta, decidida, pero con el cuidado que acompaña al miedo de que una cosa tan diminuta se pueda romper.
Colocó a la criatura cerca de la chimenea de su cabaña. A la tenue luz de la candela se le calentó el corazón y su mirada se fue aclarando al tiempo que la madera se consumía poco a poco, resignada ante el poder del fuego. Victoria miró al crío frunciendo el ceño, de la manera con la que se mira cuando la desconfianza ahoga, cuando la incertidumbre asoma o presiona el corazón. Ese bebé había invadido su vida frutal para darle una nueva dimensión, más humana.
La cría se llamó Violeta, como la flor, como el color, como el nombre de su niña, y creció al calor de un fuego carnal de amor materno, con el olor dulce, casi empalagoso, que inundaba la cabaña a todas horas, y con un sexto sentido para apreciar los regalos de la naturaleza, un olfato selectivo, una mirada de lince, una manos curtidas de arrancar aquello y lo de más allá, de excavar para sembrar nuevas simientes y recolectar. Violeta, a la sombra de su maestra, se convirtió en alumna aventajada, en aprendiz convencida, en ayudante predilecta, en su hija.
Aquella niña fue esa manzana caída del árbol en el momento exacto, en el momento dulce, en el instante elegido, cuando la madurez alcanza, era el tiempo de la recolección, su mejor trabajo, el mejor de los frutos.

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