"Luces de neón"

Lola Botija.



Huele a gasolina, a sudor, a comida rápida, a café recalentado. Un bar a la sombra de la luz de un neón de carretera; una pila de coches que se amontonan en el aparcamiento, de esa serie a la que acompaña un regimiento de peluches en la parte trasera junto a estrafalarios colgantes en el espejo retrovisor. Coches cascados por el tránsito, por el vaivén a través de la carretera, sucios de barro hasta convertir en un juego el adivinar cuál es su color original. Todos recién llegados de viajes eternos y de cansados caminos, de poco dinero en el bolsillo de sus conductores, de gasolinas estiradas al máximo y ruedas carcomidas por el roce con el asfalto. Y sin embargo allí están, todos en fila, perfectamente ordenados, simétricamente colocados según indican las líneas blanquecinas que surcan el suelo. Ofrecen a la vista un curioso paisaje.
El neón no se apaga para atraer a viajeros hambrientos de vidas desordenadas que solo quieren un sitio caliente en el que sentirse parte de algo, aunque solo sea parte de un bar.
Lo que parece claro es que el éxito del negocio no es el esperado; en las profundidades de una carretera solitaria no hay mucha gente que cruce el camino. Y si lo cruzan, las cadenas de comida rápida zambullidas en la vereda amenazan con mordiscos más que dolientes a la caja del bar de neón, una construcción antigua con cristales del suelo al techo para que la luz lo inunde cuando, con el primer café de la mañana, alguien quiera leer el periódico para enterarse de lo que se agita más allá del bar. Cristaleras para que por la noche la luz interior y el calor humano embauquen a los conductores exhaustos. Ventanales porque cuando hay poco en la vida, la inmensidad de un cristal puede convertirse en un aliciente con el que sentirse parte de algo mayor, un hormiguero feroz, algo extraordinario.
El café ardía a todas horas, oscuro, sabroso, humeante para entremezclarse con el humo de los cigarros que, calada a calada, consumían los clientes al compás de los segundos que se desvanecen. La comida, cansada también, se desintegra en grasas de todo tipo y olor a chamusquina sobre y platos gastados por un jabón malo. Pero aun con eso, los sin pares visitantes no le hacían ascos. Son personas asentadas en un conformismo asombroso, el que crean las necesidades simples y llanamente orgánicas.
Trabajan como camareras tres mujeres entradas ya en la vida, despegadas de las ilusiones que presiente el país de los sueños, alejadas de las princesas encantadas, sin feminidad, ensombrecidas por una feminidad que se torna masculina a base de escotes que rozan lo vulgar y faldas tan cortas que enseñan más de lo decorosamente aceptado. Pero en el bar no hay normas ni moral. Mucho menos quejas, apuntes en el libro de reclamaciones. Las camareras cumplen su trabajo con la resignación de no ver más luz que la del neón.
El encargado es un señor demasiado gordo para respirar sin ahogarse, demasiado viejo para la carga que imponen las deudas que se amontonan en su despacho, demasiado egoísta para permitir que un antro como el suyo se adapte al mundo de hoy.
Los camioneros que allí se detienen, van de un lado a otro con el único acompañante de su mercancía, escuchando una radio quebradiza. También se dejan caer, de vez en cuando, ejecutivos que se detienen a comprar tabaco para calmar los nervios de un vivir abandonado al estrés. Salen presurosos a la puerta, desde donde -tras desnudar el paquete de cigarrillos con primor- miran el horizonte, calibrando quizá los beneficios de una inversión en esas tierras que se abren paso a sus miradas.
Y llegan jóvenes aventureros que hacen escala para reponer fuerzas ante el viaje de la vida, de los errores del amor.
Todos ellos entran y salen como hormigas a la inmensidad del asfalto, a merced de los balanceos de las horas, del hambre, el dinero y el tiempo, bajo el destellante color rojo de unas luces de neón apostadas junto a una carretera que cruza el mundo.
 
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