"Personas especiales"

Marina Mármol.



No es bueno juzgar a una persona antes de tratarla. De partida desconocemos cuál es su visión del mundo, el significado que le da a la vida, los recuerdos que añora o aquellos sentimientos de los que dispone. Sólo tras unas largas conversaciones podremos desentrañar el misterio de sus palabras, de sus gestos, de sus miradas... Conviene recordar que los humanos somos seres sociales que necesitamos de los otros. La personalidad se construye gracias a ese trato en sociedad, por el cual podemos evaluar con justicia a aquel con quien hablamos.
Lo realmente difícil, pues, sería tratar de conocer a una persona sin contar con el lenguaje; es decir, sirviéndonos sólo de objetos, obras materiales. Me refiero, por ejemplo, a un cuadro, un texto, una fotografía, una obra de cine, un diseño arquitectónico... A través de estas obras de arte se edifican sentimientos en plenitud: amor, añoranza, esperanza, soledad, tristeza, alegría… Esto es lo que se ha llamado, desde el principio de los tiempos, ser un artista, una persona capaz de transformar la materia en algo no perceptible para todos.
En el ámbito de la arquitectura, los profesionales ofrecen rasgos de su carácter en los edificios que dibujan, en su manera de tratar el espacio. Las piedras dejan de ser inanimadas para dar voz a la formación, los afanes y el pensamiento del artista. Por eso, cada obra es un mundo que representa a su creador.

Los pintores buscan plasmar sus pensamientos y su concepción del mundo en el lienzo. Los escritores, compartir un universo para que los lectores lleguemos a ser personajes de él. Los artistas del cine y del teatro, un impacto visual distinto al de los fotógrafos y diseñadores. Todos ellos pretenden "hablar" de forma distinta, sin limitarse a mostrar cómo son en una conversación.

Los artistas son habitantes de otro mundo. Son personas speciales. A muchos los creemos locos, pero en realidad es en esa locura aparente donde se encuentra toda la complejidad de sí mismos, de su forma de vivir y de su concepción del mundo. Es fantástico apreciar ese don que reafirma nuestra condición de seres racionales.
Es cierto que todas las personas tienen "sentido del arte", porque todos somos capaces de percibir, sentir y demostrar sentimientos, aunque no de la forma en que lo hacen los maestros. Ser artista es tener un regalo que no puede poseer cualquiera. A la vez conlleva un gran sacrificio, ya que continuamente están sometidos a críticas, rechazados por una sociedad ignorante e injusta.
En ocasiones no apreciamos qué maravilloso es intentar descifrar el mensaje que transmite otra persona, ver la forma en que concibe la vida, aclarar la explosión de esas ideas que transmite su obra para, al final, llegar al fondo de su significado, porque no hay nada mejor que encontrar a una persona que nos ofrece su genialidad sin pedirnos nada a cambio.

"El arte"

Beatriz Fernández Moya.



El arte se crea, pero no se destruye sino que se transforma. Algo tan cotidiano como una vivienda, un hogar romano de hace dos mil años, por ejemplo, es ahora motivo de admiración para la mayoría de nosotros. Poco importa que el paso del tiempo lo haya convertido en ruinas.
El arte es el instrumento con el que el ser humano consigue materializar sus ideas. Es arte lo que modelamos con las manos. Es arte lo que conseguimos plasmar en un lienzo con la mezcla de una paleta de colores. Son arte las palabras de un escritor o los versos de un poeta. Es arte cada nota musical que sale de una guitarra, de un piano o de un saxofón. Es arte cada pequeño detalle que conseguimos captar en una fotografía.
El arte es personal e intransferible. Nunca debemos subestimar, ni juzgar, la capacidad para el arte de otra persona, porque nunca sabremos si aquel cuadro que nos parece ridículo, trata de expresar una idea tan compleja que no somos capaces de entenderla. Tal vez llegue un día en que ese cuadro nos sirva de consuelo, de inspiración, nos abra los ojos o nos haga sonreír.
El arte es vida. Y cada situación por la que podamos pasar ha tenido para otros -y tendrá para nosotros- cabida en el arte. Por eso el arte, es sobre todo, esperanza.

"El hotel de los horrores"

María Álvarez Romero.




Tanto el cielo como sus ojos estallaron en llamas. Sólo un espasmo fue necesario para que todos sus músculos y tendones se transformasen en piedra. Un grito mudo inundó su boca cuando su cuerpo se arqueó por el dolor. Los oídos perdieron su función bajo el latido ensordecedor del corazón, promesa de otra noche de sufrimiento.
Retorcido por el tormento, sintió cómo las tirantes cuerdas de la gravedad pretendían devolverlo a su posición. No obstante, su cuerpo parecía negarse a ser devorado por las sábanas y sucumbir de nuevo al castigo de la inmovilidad.
Inmovilidad. Miedo mudo resumido en una palabra con suficiente poder como para dejarle sin respiración. Su historia estaba siendo escrita por manos ajenas; las cuerdas de la marioneta a las que entonces estaba prendido su cuerpo fueron manipuladas más allá de su consentimiento. Y, sin embargo, la angustia le impedía razonar el por qué de aquella situación, el motivo de vivir preso.
No escuchó los pasos, tampoco sintió el espasmo de su cuerpo ante la reacción del tratamiento, pero sí fue consciente de cómo la luz de su alrededor se tornaba blanca y su organismo sucumbía hasta perderse entre las sábanas y el colchón.
Pocos minutos duró el infierno, los necesarios para que los sueros medicinales lamiesen sus heridas y derritiesen la tensión de sus ligamentos. Tan sólo pronunció dos palabras, en forma de pregunta, antes de que le liberaran de la prisión de su cuerpo y se entregara -una vez más- al mundo del sueño asistido:
<<¿Cuánto queda?>>
 

"Puzzle"

María Rosario Fuster.



Mientras el mundo seguía girando, el tiempo se detuvo en el instante en el que sus miradas se cruzaron. Y los segundos se convirtieron en eternidad. A su alrededor la gente seguía con prisas, hablando por teléfono o escuchando música. Nadie se había fijado en ese encuentro.
Cuando Marta se despertó esa mañana, revisó su agenda y empezó a calcular el tiempo que tardaría en hacer cada cosa. Mientras tanto, en la otra punta de Madrid, Javi se desperezaba y miraba por la ventana la claridad del día, cuando tuvo el presentimiento de que sería especial. No usaba agenda, ni calendario para apuntar sus recados; todo estaba en su cabeza y no hacía planes con antelación. Para él, las cosas iban surgiendo con el transcurso de las horas.
Esa mañana tenía que ir a la Gran Vía, a comprar un regalo para su madre, que cumplía años. Había pensado en un fular o un abanico, pero el caso es que nada le terminaba de agradar. Así que improvisaría, como de costumbre.
Por el contrario, Marta no podía permitirse improvisar si pretendía hacer todo lo planeado: tintorería, supermercado, quiosco de periódicos, casa de los abuelos y muchas más cosas en una larga lista. Algunos pensaban que llevaba una vida estresante. Para ella, era lo normal.
Sobre las once, se puso de camino hacia su tienda de chuches favorita,en busca del capricho de la semana. Era 25 de abril, final de mes: ¡tocaba una tableta de chocolate blanco!
En la calle le sonó un móvil: era su mejor amiga, Carla. Como de costumbre se pusieron a hablar de mil temas a la vez. Cuando llegaban al más interesante, se cruzó con sus ojos. Eran verdes y la observaban intensamente.
Javi, al cruzar la calle, había escuchado un taconeo que le obligó a buscar a su causante. Justamente, eso es lo que hizo. Al encontrarla se perdió en la inmensidad de su mirada.
Al otro lado del teléfono, Carla insistía: <<¿Me escuchas?... ¿Sigues ahí?...>>. Todo eran inútil. Para Javi y Marta el resto del mundo había desaparecido, se había detenido en el instante en el que sus miradas se encontraron.
Javi le sonrió. Marta también. Después, cada uno siguió un camino opuesto al del otro.
Él se pasó el día pensándola. Mientras, a ella le resultaba casi imposible concentrarse en sus cosas.
Al caer la noche, cada cuál recordó esa mirada fugaz. De nuevo, una sonrisa iluminaba sus rostros.
Ninguno esperaba volver a encontrar al otro en una ciudad como Madrid, en la que es fácil sentirse uno más entre la multitud.
Pero aún así, por una de esas casualidades de la vida se reencontraron mientras estaban cruzando la calle. El mismo escenario, las mismas personas, diferentes caminos y un solo destino.
Ambos siguieron; tardaron unos segundos en darse cuenta del reencuentro.
Javi fue el primero y no dudó un segundo cuando corrió hasta Marta, a la que comenzó a seguirle el paso. Iba detrás de ella y cada vez que se giraba la miraba con complicidad. Ella respondía sacando la lengua de forma burlesca.
En un momento, Marta se dio la vuelta y no le vio. Se entristeció un poco, pero al cabo de un minuto lo tenía a su lado. Se sorprendió, pero de forma casi instantánea comenzó a hablar con él. Lo hicieron durante horas. Charlaron y charlaron. Un tema desembocaba en otro y éste en una anécdota o un recuerdo de la infancia. Eran como viejos amigos que después de años vuelven a verse.
Recorrieron los sitios emblemáticos de la ciudad. El Metro y sus pies se convirtieron en sus mejores aliados. La agenda de Marta no salió del bolso en todo el día, pues ella pasó a ser el plan improvisado de Javi.
Cuando oscureció fueron a cenar. Alrededor de la una convinieron que ya era hora de que cada uno volviera a su casa. Intercambiaron teléfono y correos electrónicos. Se dieron dos besos y Javi le susurró a Marta al oído: <<Cuando quieras saltarte los esquemas, aquí me tienes>>. Ella se rio suavemente y asintió con la cabeza.
<<Lo haré>>, pensó para sus adentros.
Antes de lo que Javi esperaba, Marta le telefoneó.
No tenía ninguna excusa, así que fue sincera cuando le planteó: <<Me apetece tachar todo lo planeado en mi agenda y divertirme a tu lado>>.
 


"La hija del extranjero"

Blanca Rodríguez G-Guillamón.


Corría por el borde del acantilado, con los brazos extendidos y los pies descalzos. Desde la playa su silueta parecía la de un ángel, pues su vestido blanco creaba una impresión de alas vaporosas. Podría ser un hermoso cuadro de Monet, tan brillante en contraste con el verde primaveral de la hierba y el azul irritado del mar. Todos la observaban desde abajo, asombrados, fascinados por su energía. De un momento a otro podría levantar el vuelo, lo que a nadie sorprendería.
–¿Es la hija del extranjero? –preguntó Ainara Lena, la mujer más hermosa del pueblo.
–Sí, la salvaje –le contestaron en un suspiro.
Todos la envidiaban porque tenía algo incomprensible que la hacía muy distinta al resto. Aquella muchachita los había encandilado con su sonrisa traviesa y su mirada inocente. Los hipnotizaba cuando bailaba en la plaza abrazada a los rayos de la luna, y cuando corría cerca del faro con el cabello desordenado y la risa fresca. Siempre parecía feliz... Y apenas tenía nada.
–¿Qué hay de su madre?
–No lo sé. Cuando le preguntamos por ella, nos mira y sonríe, pero no nos contesta.
–¿Y su padre?
–Ya sabes quién es; el que volvió de América.
–Federico ya no pertenece a este pueblo –intervino Ainara, molesta.
Un pescador se rió.
–¿Tanto le odias por no elegirte a ti como esposa?
Las risas salpicaron su orgullo y Ainara se dio la vuelta y se marchó.
–No debes decir esas cosas –le advirtió uno de sus compañeros–. Ahora ella está casada con un hombre rico.
–Claro, cómo no. Olvidaba que el dinero está por encima del amor –dijo con ironía.
Mientras tanto, ajena a las malicias de los adultos, la niña contemplaba el horizonte.
<<¡Qué grandeza más absoluta!>>, pensó.
Se había sentado en el borde, desde donde podía balancear sus piernecitas desnudas, y dialogaba con aquella inmensidad. Amaba a las gaviotas, a las olas, a las mariposas doradas. ¿Cómo podía alguien acostumbrarse a esa belleza regalada? Su madre le había dicho que la naturaleza era, para muchos, una belleza invisible.
Miró hacia la playa, donde no dejaban de observarla, y sintió lástima. ¿No se daban cuenta de que el mar, su espuma, el aire, la arena y las rocas eran mucho más fascinantes que ella?
 


"Las botellas de vodka de mi padre"

Mª de los Reyes del Junco.



El 24 de mayo de 1900, la mina se derrumbó sobre él y sobre los 1.399 mineros que le acompañaban en la sección número dieciséis de la mina carbonera de Rostov del Don.
Igor Vólkov murió en aquel subsuelo asfixiante, medio ebrio, medio famélico y dejando tres hijos con un futuro negro, así como dos tumbas, una con nombre de mujer y otra sin nombre, a merced de las inclemencias de la naturaleza, del tiempo y de la angustia.
Suena trágico, ¿verdad? Pues aún hay más.
Igor Vólkov fue mi mejor amigo, mi padre, mi hermano y, cuando se emborrachaba, mi abuelo. Me consuelo pensando que, con derrumbe o sin él, habría muerto pronto, bien por el vodka que le secaba los sesos o por el polvo de carbón que flotaba en aquel hormiguero inexpugnable y que se le metía hasta el alma, ennegreciéndola, apagándola.
Esperamos una semana, pero el cuerpo de mi padre no llegó a casa para que pudiéramos enterrarlo.
Por desgracia, no teníamos a nadie dispuesto a cuidarnos, a ponernos un plato caliente ante nuestras narices hambrientas o a darnos una manta, aunque estuviese raída, para protegernos de las heladas nocturnas. Así que sólo esperamos.
Esperamos y comimos tierra. Y nos aguantamos.
Mis hermanos y yo excavamos un foso, en el que dimos sepultura a las botellas vacías en las que nuestro padre había naufragado. Con su recuerdo delirante espoleándome las nalgas, mediante juegos peligrosos y mucha astucia, llegamos los tres a una tierra de nadie. Quizá estábamos cerca de los Balcanes. Quizá aquello era Arabia. Qué importaba a unos huérfanos, fugitivos de un destino incierto y de la sombra turbia de un padre alcohólico.
Más tarde alcanzamos el mar, fresco y chispeante. Olía a yodo. Entonces recordé esa muletilla que tenía mi padre, cuando estaba borracho y yo le quitaba los zapatos antes de meterle debajo de las mantas. Recordé que sus ojos suplicaban cuando balbucía:
-Hijo mío, lo que más te servirá en esta vida es mi ejemplo, pues te muestro aquello en lo que nunca quise haberme convertido.
Un rayo de sol rasgó el cielo, con ese fulgor que precede al alba. En mi mente, un diminuto polluelo de ave Fénix renacía de sus cenizas. Era una apoteosis de esperanza, una segunda oportunidad.
 

"El cazador de perdices"

David Fuente.



No habíamos visto jamás en nuestras tierras ni una de aquellas aves a las que el extranjero llamaba perdices. No se habían cazado ni criado, le dijimos, y ante su asombro y sin desistir –pues a por perdices había venido desde muy lejos-, se caló el sombrero y continuó su búsqueda.
Cuando se marchó, no acertamos a ubicar el acento de aquel hombre en ninguna región conocida. A decir verdad, ni siquiera parecía hablar nuestro idioma; simplemente repetía ciertas frases memorizadas con intención de dar con aquel ave que, según él y en contra de lo que nosotros sabíamos, anida entre los matorrales de nuestra región y corretea veloz cuando no da un pequeño vuelo para huir de los depredadores.
Era cierto que los gatos monteses son comunes en nuestra planicie, aunque verdad es que nunca han atacado a nuestras gallinas y no sabíamos de qué se alimentaban. Hay que reconocer que nuestros gallineros son fortalezas, legado de nuestros abuelos desde una época en la que las bestias -quizás sólo eran gatos– atacaban de noche a las gallinas. Pero, aún así, si se alimentaran de perdices, creo que lo hubiéramos sabido.
Gracias a la llanura, desde el pueblo pudimos ver en el horizonte la figura del extranjero cazador. Por las noches, en vez de regresar, como le habíamos invitado a hacer, prendía una lumbre que se apagaba durante sus sueños y se erigía al alba en una columna de humo. Las mañanas serenas en las que la brisa no mecía ni una brizna de hierba y el frescor de la noche parecía haber congelado el tiempo, la humareda gris se alzaba tan vertical que parecía tener prisa por llegar hasta el cielo.
La fogata se fue alejando, hasta el punto que una noche ya no apareció en el horizonte. Sabíamos que el cazador aún merodeaba, no demasiado lejos, tras su presa, porque en las mañanas la columna de humo le delataba. Los chiquillos, con la misma curiosidad que nosotros por el extranjero, se arrastraban por la maleza para divertirse espiando las extrañas costumbres del cazador.
Solía comer pedazos de carne seca que comenzaron a escasear en su zurrón. Miraba con nostalgia la lumbre; quizás le hubiese gustado inundar la noche con el aroma de perdiz a la brasa, que dedujimos exquisita dada la insistencia con la que el hombre buscaba aquel ave invisible.
Llegó un día en el que ni la curiosidad de los niños tuvo fuerza para dar alcance al cazador, que se esfumó una mañana, dejando la columna de humo y nada más.
Durante días curioseamos el horizonte esperando encontrar alguna señal. Quizás –los más optimistas lo pensábamos así- habría encontrado sus perdices y habría emprendido el regreso a su casa. Estábamos persuadidos de que un hombre que se adentraba con tanta insistencia en la llanura en busca de algo, debe tener un lugar al que regresar. Los más viejos, sin embargo, tomaron al cazador como a un vagabundo que debía morir en cualquier lecho de hierba sobre el que se tumbase, atacado quizás por los gatos monteses.
Nos alegró sorprender su figura unas semanas más tarde. Los optimistas, a quienes no nos gusta adueñarnos del azar ni hacer pasar nuestras conjeturas por sólidas verdades, nos limitamos a darle la bienvenida. Venía colmado de perdices, arrastrando los pies y sediento como los mulos que cargan las cosechas en verano. Se deshizo del bulto junto al abrevadero y bebió desaforadamente.
Los chiquillos curioseaban las moteadas plumas de aquellas aves y el pueblo, quizás por la novedad que suponía el extranjero, se encontraba feliz de que éste hubiese logrado su objetivo.
El buen hombre nos entregó media docena de pájaros. Por sus gestos, entendimos que en aquella jaula había machos y hembras; en unos años, con cuidado y esmero, en el pueblo podríamos comer -además de huevos, trigo y gallinas- carne de aquel ave tan exótica.
Por la lastima que nos producía la sola idea de que pudiera perecer de regreso a su casa bajo la carga de las perdices, le regalamos un viejo mulo con el que transportar los bultos. Aquella noche, en agradecimiento, nos enseñó a cocinarlas. Estofó tres en una olla y asó otras tres sobre las brasas. Se quedó maravillado con las hogazas de pan de nuestro pueblo, cuya ligereza comparó –o eso creímos por sus gestos – con la del humo.
No es que fuese aquel un ostentoso banquete, aunque nosotros tampoco éramos de comidas copiosas, pero sí que lo disfrutamos todos, incluso quienes habían vaticinado la muerte del extranjero, que a la mañana siguiente partió con su caballería. De despedida, le entregamos una hogaza de nuestro pan.
No hemos vuelto a tener en el pueblo visitas ni transeúntes extranjeros. Si bien no las hemos echado de menos, nos hubiera gustado que nuestro viejo visitante volviese una vez más a comer nuestras hogazas, las cuales seguro que añora allí donde resida, de igual forma que un día añoró las perdices.
Desde entonces tenemos una nueva festividad en el pueblo, la semana de la perdiz, y la gente joven y animosa se aleja de las casas para pasar la noche en torno a una fogata, charlar y comer estos deliciosos pájaros.
En estos momentos oímos a quienes fueron niños cuando vino el extranjero, que ya son jóvenes, hablando de partir hacia otras tierras, a conocer mundo. A nosotros, que muchos somos viejos pero aún optimistas y desdeñosos del hastío, nos maravilla la idea de verlos por el mundo, quemando leña en la noche como el viejo cazador, extendiendo nuestro esponjoso pan por regiones lejanas, cazando perdices, durmiendo al raso y plantando columnas de humo por todos los lugares. Y con la nostalgia, que curiosamente se adelanta a la despedida, les pedimos que regresen para enseñarnos todo lo aprendido, igual que nos gustaría que aquel cazador extranjero lo hiciera.
Aunque, quién sabe… Quizás estemos siendo demasiado impacientes.
 

"Pañuelo de brillantes colores"

Beatriz Fernández Moya.


Llevaba dos semanas sin verla.
Cada minuto de cada hora de sol desde mi última visita, yo había estado ocupada con complicados cálculos y teoremas que mi mente se había negado a comprender durante los meses lectivos. Dos semanas, un lapso de tiempo que a mí me resultó insuficiente para aprehender las bases de la mecánica, pero que a ella consiguió consumirla casi por completo.
Nunca había reparado en la importancia que el pelo tiene en las personas, hasta que la vi despojada de él. Cubría su cabeza con un pañuelo de brillantes colores que, sin embargo, no transmitía ningún tipo de alegría. Me pareció un pedazo de tela que estaba siendo usado para ocultar y que, sin embargo, no hacía más que evidenciar el avanzado estado de su enfermedad.
La realidad me golpeó contundentemente en el estómago, y por unos segundos me quedé sin respiración. Mi cerebro, que tan ciego había estado durante los últimos meses para comprender teoremas, entendió al segundo aquella situación: en el tablero quedaban, a lo sumo, un par de peones blancos protegiendo a su Rey; el jaque mate del jugador de las negras era inminente. No podíamos ganar, y cuando la miré a los ojos supe que, además, ella se había rendido.
Solo cabía esperar a que el cáncer decidiera, de una vez por todas, terminar la partida.

"Pocholita, ¡te quiero!

Belén Meneu.




Cuando salgo de casa y tomo el ascensor, empiezo a fijarme en los desperfectos del mismo. Sus paredes están cubiertas de rayas y mensajes, seguramente grabados por algún vecino que, buscando entretenerse, utilizó una llave a modo de punzón para dar al habitáculo un toque personal. Una vez en la calle veo como siguen los restos del botellón que un grupo de jóvenes hizo la última noche: bolsas de plástico, botellas de cristal rotas e, incluso, restos de comida que como cada semana dan los buenos días a quien pase antes que los servicios de limpieza. Junto a las muestras de farra también encuentro excrementos de perro cuyos dueños decidieron no recoger, ajenos al malestar de los viandantes. Al subir a un autobús, de nuevo nombres y dibujos que decoran los asientos como si de las cuevas de Altamira se tratase.
Siempre que paso por una calle cercana a mi casa, me fascina el mensaje que decora una de sus fachadas: “Pocholita, ¡te quiero!”. Una pintada que su autor verá como un acto de amor y el resto contemplamos como una gamberrada. Suelo preguntarme si este peculiar Romeo todavía querrá a su amada, o si por el contrario Pocholita se cruza todos los días con el juramento de un amor que al final se vio truncado. Si así es, me la imagino luchando por olvidar al tiempo que aguarda que -un día no muy lejano- las gotas de lluvia consigan con suerte borrar esa huella del pasado.
Por desgracia, estos son los tipos de imágenes que encontramos cada día al salir de casa. Representan a todos aquellos que no cuidan lo que les rodea, pues creen que solo deben mantener limpias sus propiedades: su casa, su coche... Muchas veces olvidan que los espacios públicos también les pertenecen, al menos en parte nos pertenecen a todos. Alguien puede creer que no pasa nada por tirar una lata al suelo en vez de depositarla en la papelera que tiene enfrente, pero si cada persona hiciese lo mismo, no sería agradable caminar por las calles de nuestra ciudad. Entre todos debemos hacer pequeños esfuerzos por conservar los espacios públicos limpios, no olvidarnos de respetar lo que nos rodea y a quienes nos rodean. Antes de actuar de otra manera, deberíamos pensar: <<¿haría esto en mi casa?>>.
Seguro que Pocholita hubiese preferido una declaración personal. Y los vecinos tener limpia la pared.