"La casa del lago"

Elena Echániz Macarulla.



La casa del lago era grande y espaciosa, algo vieja por el paso de los años pero un buen sitio para vivir. Los animales pacían por la finca. Gracias a ellos disponían de leche y carne, no como en la ciudad, donde en aquella época se sentían los rigores de la guerra. Además de los pastos y del lago, una mancha de bosque se perdía hasta el horizonte.
 
Mientras madre tejía con lentitud un nuevo suéter para alguno de sus niños, los críos estaban en la orilla del lago con redes en la mano, dando vueltas y saltos, intentado atrapar algún animalillo acuático. José Luis era el más pequeño; con cinco años recién cumplidos y un pelo rubio que, según él, lo hacía especial.
 

Cuando sus dos hermanos se acercaron a él para admirar su caza, se sintió el niño más importante del mundo, el primero en cazar un batracio, lo que quería decir que las ancas serían para él en la comida. El resto de las ranas que cazasen se debían devolver al lago, ya que si abusaban de este recurso podrían llegar a quedarse sin aperitivo.
 

-Se dice “tengo”, no “tiengo”, Joselu -comentó Ana María en cuanto llegó junto a su hermano para admirar el trofeo.

Ella era la mayor de todos y lucía con orgullo sus doce. Su pelo oscuro contrastaba con el de sus hermanos, al igual que sus ojos claros. Era la mayor y, por tanto, se sentía obligada a corregir la conducta de sus hermanos menores.
 

-¡No puede ser! Estaba seguro de que hoy ganaría yo -Juan Manuel, el otro hermano, refunfuñó cruzando los brazos. Con esa postura se acercó para observar el animal, al que miró con detenimiento.
-¡Es un sapo! ¡Un sapo venenoso!

Y entonces se formó el caos. José Luis dejó caer el animal entre gritos y llantos; Ana María comenzó a chillar con los ojos cerrados y un tono de voz que muchas mezzosoprano desearían. Todos corrieron hacia la casa, alejándose del sapo, que dio unos saltos hacia el bosque con parsimonia.

Lo primero que sintió madre fue angustia al escuchar los gritos de sus hijos. Levantó la cabeza y miró al cielo, esperando ver un avión militar lanzando bombas o una refriega entre dos avionetas sobre su casa. Al darse cuenta de que el origen del escándalo era bien diferente, sintió una furia irrefrenable, pero a la vez un gran alivio.

-¡Por el amor de Dios!... ¿Sabéis lo preocupada que estaba? -comenzó su discurso a voz en grito- ¿A quién se le ocurre, en estos tiempos en los que estamos, empezar a gritar como si os llevase el diablo al mismo infierno? - Todos los niños, ahora callados y quietos, miraban a sus raídas alpargatas, avergonzados-. ¡Castigados todos! ¡No volveréis a…!


No llegó a poner el castigo a sus hijos, ya que un sonido le hizo cerrar la boca para escuchar. Era el ruido que más temía.


Todo ocurrió en unos instantes que se hicieron eternos: guiándose por el oído, madre alzó su cabeza para averiguar de dónde procedía aquel siseo, con la esperanza de que estuviese equivocada.
 

Un objeto con forma de flecha, pero con una anchura y tamaño demasiado grandes para que lo fuera, caía del cielo rasgando el aire. Un grupo de pequeñas avionetas ruidosas se alejaba, dejando la bomba como único rastro de su paso.
 

-¡Niños! -gritó madre mientras le saltaban lágrimas-. ¡Al bosque! ¡Vamos, corred!
 

Le dio tiempo a agarrar al pequeño en brazos, darle la mano a Juan Manuel y, con Ana María a su lado correr en dirección al pequeño refugio, invisible desde donde se encontraban. Lo habían construido unos meses atrás.
 

Nada más empezar a correr, escucharon un estruendo a sus espaldas e, inmediatamente, la onda expansiva de la bomba los empujó precipitadamente al suelo. Tumbados sobre la hierba, madre cubría las cabezas de sus hijos como podía, tratando de protegerlos.

José Luis levantó la cabeza lo suficiente como para ver cómo ardía su pequeño hogar. Comenzó a gimotear y madre lo abrazó con fuerza.
 

-Todo irá bien -murmuró la madre-. Tenemos que dar gracias a Dios porque estamos todos sanos y salvos.

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