"La casa"

Berta Ferrer.



La primera impresión que tuvo fue que la casa no existía. La segunda, que era de cristal. Y al observarla con más detenimiento, empezó a distinguir la estructura de acero pintada en blanco que se destacaba sobre el entorno verde. Era como si una mano hubiese dejado caer una caja en mitad del bosque, apoyándola en unos puntos mínimos que la levantaban del suelo; parecía flotar entre los árboles.
Eva Ink subió los cuatro peldaños de piedra clara que conducían a la terraza. Se trataba de una plataforma lisa y rectangular. Un simple prólogo al interior al que seguían cinco escalones más. La chica miró a su alrededor, divertida. Estaba dentro de la casa, pero lo mismo podría haber estado fuera. El vidrio que conformaba el cerramiento completo de la fachada se diluía con el exterior y dejaba el camino abierto a la ambigüedad. La caja parecía disolverse en las esquinas. Nunca había visto nada semejante.
En el pueblo contaban que la casa estaba encantada. Había pertenecido a una aristócrata inglesa que años atrás se había trasladado a lo más profundo del continente americano sin una razón aparente, dando pie a las más dispares habladurías. Unos afirmaban que la señora había escapado de su país natal forzada por las circunstancias de la guerra. Otros, creían que su prometido la había abandonado el día de su boda para fugarse con la doncella. De lo que no había duda era que fue una mañana de domingo, seis meses después de su repentina aparición, cuando la mujer se desvaneció sin dejar rastro. La casa quedó abandonada en el bosque, sin que nadie osara acercarse a ella por miedo de tropezar con el espíritu que, decían, rondaba entre sus paredes.
Más de medio siglo había transcurrido desde que aquella mujer, cuyo nombre nadie se había preocupado en recordar, desapareciera. Sin embargo, la historia seguía viva entre los habitantes del pueblo. Eva Ink sonrió al entender que los relatos de fantasmas con los que había crecido eran pura fábula. Si alguien hubiese tenido interés en visitar el lugar, se hubiese dado cuenta de que una casa así, tan volátil y sólida a la vez, no podía estar encantada.
Paseó entre el escaso mobiliario del interior, percatándose sólo entonces del estado ruinoso en que se encontraba la vivienda. La madera del mueble principal, un prisma que se alzaba del suelo al techo, alrededor del cual se organizaban las distintas estancias diáfanas, estaba carcomida e hinchada por la humedad. Los cristales que constituían el perímetro de separación con el exterior estaban agrietados y una gruesa capa de polvo cubría el suelo. Resultaba evidente que la decadencia se había adueñado de cada milímetro de aquella caja de vidrio deshabitada.
Eva sintió el deterioro como algo propio. Un dolor punzante le oprimía el pecho. De algún modo, el abandono que la rodeaba era en parte culpa suya. Era consciente de que se trataba de una idea absurda, pero no podía quitársela de la cabeza. A través de las historias que contaban en el pueblo, la casa había estado presente a lo largo de toda su vida y, sin embargo, jamás la había visitado. De haberlo hecho, podría haber evitado que la vivienda quedara a merced del paso del tiempo.
La fascinación que en un primer instante Eva Ink experimentó por el edificio, fue creciendo a medida que iba conociéndolo mejor. Cada tarde, después del trabajo, se acercaba al lugar y dejaba correr las horas dentro del reducido espacio interior, que parecía infinito. Limpiaba el suelo, barnizaba la madera y reparaba los desperfectos del mobiliario. Aprovechaba los días en que no trabajaba para acometer las tareas de reparación más costosas: le daba una nueva capa de pintura blanca a la estructura, recomponía los cristales y arreglaba los desperfectos del pavimento de la terraza. Poco a poco, la casa fue cambiando de aspecto. Ya no inspiraba lástima. Recuperaba el aura de transparencia original. Y con cada progreso, Eva se sentía más unida a aquella construcción minimalista que la acogía como una pieza más de su composición.
En el pueblo, comenzaron a extrañarse de sus largas ausencias. Todos sabían que la chica vivía obsesionada con la casa, pero nadie se atrevía a hablar de ello en voz alta. Eva se percataba de las miradas de preocupación de la gente, de sus silencios pesados cuando pasaba por su lado. Y no entendía aquella actitud. Porque cuando se miraba en el espejo no veía su extremada delgadez, ni las ojeras que le ensombrecían el rostro. Cuando no estaba en el bosque sólo pensaba en volver allí. No comía, no prestaba atención en el trabajo, no se relacionaba con nadie. Apenas dormía. La consumía la desazón por estar lejos de la estructura blanca que se había convertido en el único interés de su vida.
La primera noche que pasó entre los cristales de aquella caja, sintió miedo. Estaba completamente sola. Con la luz encendida, los árboles del exterior se fundían con la oscuridad y una negrura penetrante oprimía los cuatro lados de la vivienda. Eva Ink se tropezaba con su propio reflejo en cada pequeño movimiento que realizaba. Era como tener una presencia constante junto a ella. Sin embargo, al apagar la lámpara no se tranquilizó. Escuchaba el murmullo de las ramas de los árboles y el silbido del viento al rozar los pilares metálicos. Se estremecía con los crujidos de la madera. Lo único que lograba calmarla era el sonido de las manecillas del reloj, al que se aferró como a un salvavidas, luchando por no hundirse en aquellas tinieblas insondables.
Esperó a que los primeros rayos de sol entraran por los cristales para levantarse de la cama. A la luz del día, las horas de insomnio parecían diluirse entre la bruma de la consciencia, pero no así su decisión de marcharse. Recogió con rapidez las cosas que había traído consigo y se dirigió a la puerta sin echar una última ojeada a su alrededor. Tenía prisa por salir del lugar que tan bien se había aprendido. Giró la llave en la cerradura y tiró del pomo. La puerta no se abrió. Volvió a tirar con más fuerza, pero la madera se había encallado y no cedía. Probó una vez más. Nada. Sintió que el pánico se traducía en sudor frío mientras forcejeaba inútilmente con la carpintería hasta caer al suelo, abatida de cansancio. Estaba encerrada.
Fue entonces cuando la vio. Una figura encorvada, al otro lado del cristal. Era una anciana de pelo escaso que sonreía mostrando unos dientes amarillentos. Eva Ink la reconoció al instante, porque aquellos ojos, que de tan azules parecían blancos, se los había imaginado en infinidad de ocasiones al escuchar las historias de los viejos del pueblo. La sangre se le heló en las venas. Cuando la aristócrata inglesa la saludó con la mano, antes de perderse en la espesura del bosque, Eva respondió con un grito desgarrador, que rebotó contra el vidrio impecable. Nadie la oyó. Porque Eva Ink se había desvanecido. Había quedado atrapada tras una puerta que nadie se atrevería a abrir por miedo de tropezar con el espíritu que, decían, rondaba entre los cristales.
 
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