"Anciana soledad"

Nuria Díaz Argelich.




Martina tiene un pedazo de cielo por ojos, encuadrados entre profundos surcos que muestran que el tiempo ha pasado por ella. Su boca desdentada suele torcerse en una sonrisa más rosa que blanca. Todo en ella es arrugado, menudo y frágil. Suele sentarse junto al radiador, que no consigue ahuyentar el frío que dice tener clavado en la médula de los huesos. Antes era charlatana, dicharachera. Ahora sus labios apenas formulan unas pocas palabras y sus ojos rezuman soledad, aun viviendo junto a una treintena de ancianos como ella.
Y es que cuando se llevan veinte años entre nieblas, en un devenir de recuerdos que se borran para siempre, la soledad ataca desde cualquier ángulo. Cuando los rostros se tornan desconocidos y las reminiscencias de la propia vida parecen difuminarse, cuando no es posible retener la propia identidad más que por intervalos de poca duración, es entonces cuando esa horrible sensación de estar completamente aislado se acentúa, lacerando el alma un momento para olvidarlo al siguiente.
Los días pasan iguales para Martina, haga frío, lluvia o sol, siempre junto al radiador que no consigue quitarle el frío, que más que corporal le congela el alma, haciéndole insensible a cualquier detalle. Le hablan y responde a veces. Otras, el pedazo de cielo que tiene por ojos se nubla.
Mario la visita todos los días cuando las campanas de la iglesia del barrio cantan las once en punto. El médico dijo que la regularidad podía ayudar a Martina. Desde entonces, Mario anda sincronizado al reloj. Entra despacito en la sala acompañado por un ramo de azucenas, las flores preferidas de Martina, que coloca en el jarrón que adorna el alféizar de la ventana de la habitación. Así colorea la pared de hormigón gris. Luego se acerca a ella y la besa.
Hoy Martina tiene un mal día. El cielo está nublado, su rostro, distante, casi enajenado. Mario siente que su corazón se rompe y hace un esfuerzo por tragarse las lágrimas. Como siempre, aunque Martina apenas parece escucharle, le habla. Brotan de su boca torrentes de recuerdos que quiere volver a grabar en la mente de Martina, prisionera del implacable alzheimer. Todos los días se libra la misma lucha: el amor de Mario por su esposa y la insensible y despiadada enfermedad que arranca los recuerdos, los sueños, las ilusiones, los rostros de los seres queridos, que despoja a sus víctimas hasta de su propio nombre e identidad.
Mario a veces le habla sacudido por la emoción. Evoca cómo se conocieron, cómo se enamoró de su risa, del brillo travieso de sus ojos que ya entonces eran pedazos del cielo, de sus ilusiones, de sus ganas de vivir, de la sonrisa que le iluminaba el rostro, de su tez dorada en cualquier época del año, de su cabello rubio como la cerveza... Recuerda pequeños detalles, aquellos con los que se entreteje la vida. Las travesuras de los niños, las tardes de verano en El Sardinero mirando al sol naufragar en el océano.
Los minutos resbalan de las agujas del reloj de pie de la sala, que acaba marcando las dos, el fin de la hora de visitas. Mario se levanta y se acerca a Martina, todavía ausente. Con todo el cariño de que es capaz aparta el cabello antes rubio y ahora gris como la niebla que la envuelve. Acerca lentamente una caracola al oído de Martina y le permite escuchar el mar, su mar que acaricia Santander, el mar que murmura y se engalana de plata, el mar que tanto le gustaba a Martina hasta que el alzheimer tendió un velo, apagando con un soplo el murmullo, el azul y la plata. Luego se aleja lentamente, con un dolor en el pecho. Sale a la calle y el sol le deslumbra. Sonríe valientemente. Siempre estará allí, a su lado, aunque ella le haya olvidado, intentando suavizar esta anciana soledad.


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