"Crisol de ilusiones"

Esther Castells.


Mi historia comienza en Londres, en el año 1942. La ciudad se movía como uno solo hombre ante los bombardeos que nos asediaban día y noche. Sobre los altos techos de nuestra antigua vivienda se filtraba el polvo gris y denso, acompañado por los mortecinos rayos de sol que entraban por la ventana y por un sordo silbido que hacía temblar los cimientos de la finca. En ese momento estaba sola en casa. Mi madre, enfermera militar, se encontraba en su puesto a cargo de los heridos. Y mi padre, mi querido padre, destinado muy lejos como jefe de un escuadrón. En un breve interludio me acerqué al piano y guardé conmigo una foto que lo era todo para mí: aparecíamos yo y mis padres en una imagen sonriente en sepia. Era lo único que en esos momentos me parecía valioso. La extraje del marco y leí el dorso, un garabato en tinta negra: “Jeremy, Charlotte and little Amy. Haddon Hall, 1935”. Sorbí las lágrimas y aspiré con fuerza al tiempo que guardaba aquella cartulina en uno de los bolsillos de mi abrigo. Tenía sólo doce años.
Mis recuerdos son una fina madeja y he de reconstruirlos de nuevo, poco a poco, para narrar el cuadro de mi vida. Me llamo Amy Allon, nací en esta ciudad en 1930, en el seno de una familia de tradición aristocrática, en un tiempo en el que un apellido respetable lo era todo. Tenía garantizada la entrada a ese círculo selecto que llamaban
high class. La familia de mi madre poseía título, pero los Allon no se quedaban atrás. Mi padre era, además, una de las fortunas del país. Su familia era propietaria de fábricas textiles desde hacía un siglo.

Mis padres se conocieron en una cena benéfica. Tras varios años de noviazgo se casaron en el verano de 1928. Dos años después llegué yo, una fría tarde de noviembre. Disfrutábamos de una vida feliz: mi madre en el hospital como enfermera jefe y mi padre con un cargo importante en la Academia Militar. Pero en octubre de 1939 se inició la guerra cuando aún no habíamos terminado de superar la Gran Guerra. Pero Hitler se erigió como embajador de la muerte. Y cumplió bien su papel: naciones enfrentadas, pueblos divididos, muertos en ambas partes, dolor, frustración, pena… De nuevo el mundo vertía sangre. Esto también transformó la vida en mi casa: mi madre trabajaba sin descanso, hasta la noche, en el hospital militar. Papá, por su parte, fue destinado a un frente en el continente, lejos de casa. La noche antes de irse se sentó en mi cama, me miró fijamente con sus tranquilos ojos grises. Ahora me doy cuenta de que intentaba despedirse de mí.
-Amy…-susurró
-¿Papá? -pregunté adormilada
-Escucha, Amy. Tengo que irme. Estaré muy lejos por algún tiempo. Pero volveré. Quiero que cuides de tu madre y que te portes muy bien. Mientras, quiero que guardes esto, hasta que regrese.
Entonces extrajo una foto del bolsillo de su camisa; nuestra foto.
-Aquí estamos todos, Amy. Te quiero mucho.
A la mañana siguiente ya no estaba. Había partido al alba.

Así pasaron un año, dos, tres. Recibíamos de vez en cuando una carta desde Francia. Hasta que un día trajeron un telegrama con el sello de la administración militar y la palabra “urgente” sellada en rojo. Lo dejé en la cocina a la espera de que regresara mi madre. Lo leyó de noche, a la luz de una vela. Su rostro se volvió gris.
-Amy… -me llamó con un susurro ronco-. Tu padre… Tu padre ha muerto, hace tres días.
-¡No es cierto, no puede ser! –me revelé-. Me dijo que volvería, me lo prometió.
A la mañana siguiente, no podíamos siquiera hablarnos la una a la otra. Con el paso del tiempo comprendes que ninguna pena, por dolorosa que sea, te mata. Debes comprender la carga de dolor que conlleva, aceptar esa oscuridad y seguir adelante porque tarde o temprano, las sombras se acaban. En nuestro caso, ocurrió diez años después: mamá se casó de nuevo con un médico del hospital, una excelente persona que devolvió un chispazo de luz a sus ojos. Por mi parte, cursé la carrera de Literatura y doy clases en una pequeña escuela de la ciudad.
Debo añadir, no obstante, que nunca olvidaré a mi padre. De hecho, aún en sueños me parece escuchar sus pisadas y su voz susurrándome al oído, diciéndome adiós. Estoy segura de que volveré a verle cuando esta vida acabe.
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